Querido hijo: de las miles enfermedades que sufrimos o que podemos sufrir, hay una en especial que me llama la atención, aunque creo que a estas alturas es más una pandemia que un simple padecimiento.
Puede llegar a invadirnos, a contagiarnos, en los lugares menos esperados: en la calle, mientras esperamos a que el semáforo cambie de color. En un estadio, mientras vemos un partido de fútbol. Incluso, en nuestras casas, mientras estamos con quienes amamos.
Se trata de un terrible virus, que se expande con gran facilidad, ni siquiera es necesario el contacto con otra persona para que se propague. Pareciera que nacemos con él, o ella. Te estoy hablando de la ira, del mal genio, un problema no tan sencillo de curar, un mal que nos domina a diario. Algunas veces aparece por esa insana costumbre de creer que tener la razón, tener la última palabra es lo más importante. Como si siempre existiera una y sola una verdad y, por supuesto, esa verdad es la “mía”. Creemos — queremos — tener la razón todo el tiempo, estamos convencidos de que la tenemos, y somos capaces de cualquier cosa con tal de demostrarlo. Como si fuera tan importante que alguien, alguno, tenga la razón. Otras veces llega por un simple mal entendido, al que no le damos la oportunidad de aclararse.
Pero no se trata solo de quién tiene la razón y quién no, o de una simple y pasajera pataleta. Es algo que llevamos mucho más allá, que nos domina hasta el punto de convertirlo en una costumbre diaria, porque además, lucirla está bien, muy bien, porque nos hace parecer con carácter y, según dicen, esto es muy importante. No dar el brazo a torcer nunca, no parecer que somos débiles.
Andamos por la vida llenos de odio, de rabia, de mal genio. Poco importa que quien tengamos frente a nosotros sea un desconocido o incluso, un amigo, familiar, nuestra pareja, nuestros papás o nuestros hijos. Todos deben recibir nuestra furia. Somos incapaces de expresarnos de otra forma, de exteriorizarlo, de hacer entender a otros qué sucede, de marcar el error del otro — que es lo que más deseamos — si no es con un grito, o acentuando con fuerza las palabras pronunciadas.
Querido hijo, no quiero que te atragantes por no exteriorizar lo que te cause rabia, pero tampoco quiero que a diario maltrates a quienes te rodean. Ten presente que el grito te libera a ti, pero puede llegar maltratar severamente a quien lo recibe. Sé inteligente, ten el cuidado de quien cuenta o escribe historias y trata de que cada palabra sea dicha de la mejor forma para no arruinar lo que quiere contar. Que el odio y la rabia no sean tu motor, no estén presentes en tu corazón.